Cuando los detalles volvieron a teñirse de blanco

Imponer tu estilo, el que te ha hecho llegar a ese partido que detiene el tiempo en todos los rincones del mundo, se convierte, de repente, en secundario. Al igual que dominar, generar peligro de forma constante y dejar al rival sin respuesta. En una final de Champions todo cambia. El peso de los detalles crece y, probablemente por eso, siempre se acaba convirtiendo en un encuentro tan difícil de ganar, sea quien sea el rival. Entenderlo es algo fundamental si, tras esos 90' como mínimo, quieres salir campeón de Europa. Y pocos lo saben tanto como el Madrid. Quizás ninguno. De ahí sus éxitos en una competición que se adapta a su ADN a la perfección. De ahí su triunfo en la noche de ayer. 


Comentamos, antes de la final, que el Atlético jamás había llegado creyendo tanto en la victoria. Eliminar a Bayern y Barça exhibiendo un potencial ofensivo que todos creíamos capaz de ganar torneos te da alas. El plan era claro. Salir con las líneas adelantadas y juntas, morder y robar cerca del área blanca para encaminar el choque como ya hicieron en el Camp Nou y en el Calderón frente a los de Guardiola y a los de Luis Enrique. Pero Zidane estuvo listo. Lo contrarrestó. Aplicó la misma medicina que tantas alegrías le había dado al Cholo para convertir a los colchoneros en un equipo que arrancó irreconocible. Gol y tranquilidad. 

Ese primer tramo fue el primer plato de un menú a la inversa para los rojiblancos. A la inversa porque luego, cuando el Madrid se metió excesivamente atrás, el equipo logró generar peligro de la forma menos esperada: con balón. A la inversa porque perdieron la batalla de las acciones a balón parado, esa que siempre les había dado frutos. A la inversa porque esas acciones que siempre les habían sonreído y que aparecían cuando más lo necesitaban toparon con el poste o se convirtieron en errores poco comunes. A la inversa porque cuando más cerca parecían de vengar lo de Lisboa en 2014, faltó esa precisión que otros días nos habría llevado a hablar del equipo más efectivo del continente. A la inversa porque Juanfran, el lanzador triunfal de aquella noche que supuso la eliminación del PSV, falló en la tanda de penaltis. Y a la inversa porque Oblak, después de otra interesante actuación que le consagró como el mejor portero de esta edición de la Champions, no estuvo al nivel cuando llegaron los disparos desde los 11 metros. Detalles. 


Tampoco estuvieron al nivel, creo, los entrenadores. Uno, el francés, se precipitó gastando dos cambios buscando evitar una prórroga, sin pensar más allá. Otro, el argentino, de nuevo a la inversa. Porque él, en lugar de adelantarlos, esperó en exceso y perdió la oportunidad de aprovechar el desgaste del Madrid en la prórroga manteniendo a los suyos, que poco a poco también se fundieron. Pero da igual, porque ambos ya habían cumplido con creces. Uno, el francés, había logrado transformar a un equipo muerto en un equipo que volvía a tener la victoria entre ceja y ceja. Sin grandes cambios, sin reinventar el fútbol de los suyos. Sólo exprimiendo el nivelazo al que está y que ayer volvió a demostrar Bale, equilibrando el medio con un Casemiro tan espléndido como necesario y motivando a Ramos para volver a defender como en 2014. Otro, el argentino, volvió a competir contra los más grandes durante toda una temporada para ganarles siendo fiel a esa ideología que le volvió a llevar a la final, ese encuentro que no deciden los técnicos, ese encuentro que deciden los jugadores. 

Nadie esperaba que fallara y no lo hizo. Cristiano marcó el penalti decisivo para darle al Madrid su undécima Copa de Europa. Pero, a pesar de lo que puedan mostrar los medios a través de sus portadas, él no decidió. Sí lo hicieron, como decía, Casemiro, Gareth o Ramos. Y sí estuvieron al nivel, a pesar de la derrota, Gabi, Saúl y Koke. Estos tres tardaron en entrar en adaptarse al ritmo de partido, pero cuando lo hicieron pasaron por encima del rival encontrando espacios entre líneas que primero beneficiaron a Griezman y luego a Carrasco. Otro, el belga, vital. Para cansar al Madrid y para forzar una prórroga totalmente distinta a la de hace dos años. Esta vez la afición colchonera sí creía. Por el empate en los últimos minutos y por la sensación de poder hacer daño al eterno rival a pesar de esas dos ocasiones a Benzemá y Cristiano que tapó Oblak para no despertar del sueño. 

Y fue tan distinta que, de los 3 goles que vimos en Lisboa, esta vez, en el tiempo extra no hubo ninguno. La idea de que todo se decidiera en los penaltis estuvo en la cabeza de todos desde el primer minuto. Demasiados kilómetros en las piernas, demasiado respeto. La tanda iba a decidir. ¿Y dónde influyen más los detalles que en una tanda? La presión psicológica de Griezmann después de su error tras el descanso que podría haber significado el triunfo al final, ese gemelo enrampado de Bale, esos problemas de Oblak para lanzarse a su izquierda, ese miedo de Juanfran a que la cosa no saliera como en octavos, esos recuerdos de los penaltis de Ramos frente al Bayern y, dos meses más tarde, frente a Portugal. Todo podía pasar, todo estaba en el aire. Excepto una cosa. Cristiano no iba a desperdiciar si tenía el match point.


Alegría e historia por un lado, la dureza del fútbol por el otro. Porque mientras unos celebraban otra Champions y el buen feeling con la competición del espectáculo, otros lo veían cabizbajos, llorando en el césped, pensando en esas dos finales que ya habían perdido antes y maldiciendo esos momentos en los que el gol decisivo pudo haber llegado a su favor. Pero ya daba igual, la gente de Madrid no iba a reunirse en Neptuno. Ya daba igual, se les habían escapado esos detalles que el Madrid sí domina. Y de ahí las once que ya hay en sus vitrinas.

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